En la asamblea general de las Naciones Unidas de 2018, el presidente de los Estados Unidos Donald Trump recordó: “Desde el Gobierno del presidente [James] Monroe, la política oficial de nuestro país ha sido rechazar la interferencia de naciones extranjeras en este hemisferio”. En 1823, Monroe hacía referencia principalmente a las potencias europeas occidentales, cuyos objetivos imperiales no reconocían límites geográficos; pero en la actualidad, las preocupaciones del presidente norteamericano no son una Gran Bretaña abstraída, o una España con problemas de liquidez, sino un par de nuevos gobiernos que intentan poner a prueba la hegemonía de los EE. UU. en la región: China y Rusia. A nivel global, ambas naciones exhibieron una capacidad de competencia, incluso de amenaza, contra los intereses estadounidenses en diversas áreas: desde la dimensión comercial hasta la seguridad de las elecciones en los EE. UU. Además, aunque el orden mundial aún no retoma la rivalidad del todo o nada propia de la Guerra Fría, legisladores estadounidenses comenzaron a idear una política exterior que contemple la permanencia de competidores prominentes económica y militarmente.
Aprovechando la proliferación de gobiernos antiestadounidenses en Latinoamérica en la primera década del siglo XXI, China y Rusia se han dedicado a profundizar los lazos económicos dentro de la región, mientras extienden en silencio su influencia militar. Si bien la Doctrina Monroe ha inspirado más hostilidades que favores en Latinoamérica, Washington tiene buenas razones para preocuparse por los planes extra regionales al sur de la frontera de los EE. UU.
China: expansión diplomática y económica; moderación geopolítica

Cuando en el siglo XXI una China emergente comenzó a tener un fuerte crecimiento del PIB y una posición sólida en las cadenas de suministro globales, Beijín intentó aumentar su presencia en Latinoamérica. En 2004, China se convirtió en observador permanente de la Organización de Estados Americanos y, en 2009, se unió al Banco Interamericano de Desarrollo. Ya en 2015, China declaró su intención de aumentar el comercio con la región a más de USD 500 000 millones por año. A partir de 2020, 18 de los 33 países de Latinoamérica y el Caribe firmaron la Iniciativa de la Franja y la Ruta del país, una estrategia de desarrollo de infraestructura internacional, en el cual todos los caminos conducen a Beijín.
En efecto, el comercio y las inversiones en infraestructura se convirtieron en las máximas prioridades de China dentro del hemisferio occidental. En este ámbito, China tiene una ventaja evidente sobre otras naciones industrializadas, incluyendo a los EE. UU., gracias a la mano dura del sector público en la economía del país. Mientras que el sector privado en los EE. UU. tiende a negociar las inversiones foráneas en infraestructura y provisión de servicios, China ofrece inversiones públicas y financiamiento a tasas privilegiadas. Más aún, mientras las empresas de los EE. UU. están sujetas a las leyes de su país, que exigen el cumplimiento de normas anticorrupción y respeto por los derechos humanos, China se muestra reacia a acatar varias normas de gobernanza.
En Latinoamérica, donde abunda la corrupción y los funcionarios se molestan por los condicionamientos que imponen los EE. UU. para enviar ayuda y promover inversiones, la relajada postura china a la hora de negociar se vuelve una ventaja inigualable. Incluso en países históricamente alineados con los EE. UU. como Colombia y El Salvador, los consorcios chinos firmaron acuerdos de inversión en 2019 para construir la primera línea del famoso metro de Bogotá y para mejorar la infraestructura turística salvadoreña, otorgando a empresas chinas derechos preferenciales para realizar actividades comerciales en su costa. No es de extrañar que, justo un año antes, El Salvador, al igual que lo hicieran antes Panamá y la República Dominicana, declarara su reconocimiento inequívoco de “una China”, dejando atrás décadas de colaboración económica y diplomática con Taiwán. Como muestra de gratitud por este giro diplomático y muy a pesar del socio número uno de Taiwán, los EE. UU., Beijín respondió con una “exorbitante cooperación no reembolsable”.
Mientras tanto, han surgido en la región sentimientos pro chinos, sobre todo con la presencia mediática y cultural de China, así como también la proliferación de programas de intercambio educativo. En Chile, otro socio económico cercano de los EE. UU., un alarmante 77 por ciento de ciudadanos tienen una imagen positiva de China, mientras que el 61 por ciento expresa sentimientos similares sobre los EE. UU.
La actividad china en Cuba, Venezuela y Nicaragua, denominada la “troika de la tiranía” por la administración de Trump, se basa principalmente en proporcionar ayuda económica a naciones sancionadas por los EE. UU. Los planes chinos de construir un canal a través del territorio nicaragüense para competir con el de Panamá se vinieron abajo a causa del financiamiento insuficiente, pero en Cuba, China inyectó miles de millones de dólares para aliviar su deuda, convirtiéndose en el socio comercial número uno de la isla en 2017. China le entregó a Venezuela más de USD 60 000 millones para financiamiento desde 2007 hasta 2017, que actualmente se están devolviendo con exportaciones de petróleo. Aunque al principio China cumplió con las sanciones de los EE. UU. contra la industria petrolera venezolana, al reducir a cero sus importaciones de crudo venezolano en agosto de 2019, en los últimos meses de ese año hubo una renovada actividad económica y pago de deuda a China.
China sigue siendo un salvavidas económico importante para los gobiernos marginales de la región, pero el gigante asiático ha evitado realizar cualquier demostración militar provocadora en el hemisferio. Es posible que el Gobierno chino haya asumido esta postura para marcar un estándar de conducta ejemplar de superpotencia para los EE. UU., cuya supremacía militar en Asia frustró los planes chinos de forjar una esfera de influencia en el hemisferio occidental. No obstante, las ventas militares de China aumentaron precipitadamente en la última década, lo que generó nuevas oportunidades para que China entrene y equipe a sus socios, en una región clave para los principios de seguridad nacional e interna de los EE. UU. Por el momento, China seguirá desafiando los límites de la hegemonía de los EE. UU. en Latinoamérica y el Caribe, pero China presiente que tiene mucho más que ganar si continúa ejerciendo persuasión sutil, en lugar de poderío militar.
Rusia: la percepción crea la realidad
Tal como China, Rusia aprovechó los vientos de cambio políticos del hemisferio en la década de 2000 para aumentar su presencia en la región a través del comercio, la propaganda y las ventas y entrenamientos militares. No obstante, a diferencia de China, Rusia ha utilizado su influencia para enfrentar a los EE. UU. con socios estratégicos, como Cuba y Venezuela. Dado el largo historial de competencia entre los EE. UU. y la Unión Soviética, la injerencia de los rusos no sorprende a los EE. UU. Pero el Gobierno ruso podría seguir proyectando su poder en Latinoamérica a un costo muy bajo y con mínimo riesgo, sobre todo en la medida en que los EE. UU. mantengan su mediación en lugares dentro de la órbita rusa, como Ucrania y Siria.
La estrategia del presidente ruso Vladimir Putin se forjó en base a una relación militar duradera entre Cuba y Rusia, que se remonta a la crisis de los misiles de Cuba. Luego de un breve lapso de cooperación en materia de seguridad entre ambos países a comienzos de la década de 2000, Rusia restauró sus lazos bilaterales con Cuba para recopilar inteligencia, vender armas, tecnología militar y mejorar la protección cibernética para evitar la presencia estadounidense. Los ejercicios militares, las visitas a buques y las operaciones antidroga de Rusia en Cuba y Nicaragua también crecieron en la última década, y el comercio entre Cuba y Rusia aumentó 34 por ciento, alcanzando los USD 388 millones entre 2017 y 2018. De igual manera, las exportaciones rusas de armas y equipamiento militar han pertrechado a las fuerzas de seguridad de regímenes autoritarios como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela, mientras compiten con proveedores de armas estadounidenses en mercados más amigables, como Perú, México y Brasil.
Sin embargo, lo más impactante es que Moscú apuesta por la Venezuela de Nicolás Maduro, en donde el envío de miles de millones de dólares en préstamos otorgados por la petrolera estatal Rosneft viene salvando a la deficiente industria petrolera nacional. Rosneft tiene el 49 por ciento de las acciones de Citgo, la refinería venezolana con sede en los EE. UU., y la firma rusa continúa manteniendo la maquinaria esencial de la industria mientras vende crudo venezolano. Como estas exportaciones se realizan en pago de deuda, Rusia ha logrado eludir las sanciones económicas de los EE. UU. contra el sector petrolero de Venezuela, e incluso se sospecha que ayudó a Caracas a crear el Petro, una criptomoneda que, en las esperanzas de Maduro, contribuiría a apuntalar su economía decadente y presidencia marginal. El apoyo financiero y diplomático de Moscú a Maduro ha sido fundamental para la supervivencia del régimen, sobre todo después de que 57 países del mundo cortaran relaciones diplomáticas con el régimen de Maduro en 2019.
En un gesto provocador que generó suspicacias sobre una renovada competencia geopolítica entre los EE. UU. y Rusia en el hemisferio, Putin envió dos aviones militares con decenas de asesores militares rusos para hablar sobre estrategias, mantenimiento de equipos y entrenamiento con sus homólogos venezolanos en marzo de 2019. Esto ocurrió solo unos días antes de que la oposición organizara un levantamiento destinado a derrocar a Maduro.
Por sobre todas las cosas, podría considerarse que la principal amenaza a los intereses estadounidenses en el hemisferio es la capacidad de Rusia de moldear las percepciones locales a través de operaciones de información. La presencia rusa en las redes sociales y la exportación de canales de noticias controlados por el Estado hacia Latinoamérica promueven relatos antagónicos, que alimentan sentimientos antiestadounidenses y polarizan a las sociedades democráticas, como fue el caso de las elecciones presidenciales de México y Colombia en 2018. De este modo, el Gobierno ruso se aseguró un rol preponderante en Latinoamérica y se erigió como el principal competidor del modelo de gobierno abierto a favor del libre mercado, que los EE.UU. han promovido durante años en la región.
El hemisferio se defiende
A pesar del creciente interés de China y Rusia en el continente americano, existen varias razones para creer que la región procederá con cautela en sus acuerdos con protagonistas extrarregionales. En primer lugar, toda Latinoamérica y el Caribe mantienen un alto grado de compromiso con la democracia, y muchos habitantes del hemisferio miran con recelo el modelo de desarrollo autoritario que China pretende imponer. Al conocer los infructuosos resultados de las inversiones del gigante asiático en Asia y África, los latinoamericanos son conscientes de lo que podría convertirse en una “trampa de endeudamiento” con China, o en escándalos de corrupción pública. A lo largo de 2019, los manifestantes latinoamericanos no exigían una profundización de la autocracia, sino una mayor participación en democracia, mostrando su rechazo a la corrupción. Además, la gran amenaza que representa el cambio climático para las poblaciones más vulnerables del hemisferio ha inspirado un movimiento de protección medioambiental en muchos países. Sin lugar a dudas, a China y a Rusia no les será fácil implementar en Latinoamérica el tipo de desarrollo que en otros lugares ha demostrado ser rentable, aunque ecológicamente perjudicial y no sustentable. Además, la pandemia del coronavirus y una recesión económica mundial implican reducciones en las arcas de los gobiernos de Beijín y Moscú, lo que muestra la expansión de las principales potencias del mundo en el hemisferio occidental.
En este contexto, los EE. UU. y sus socios en Latinoamérica y el Caribe pueden encontrar una causa común, cimentada en una historia y geografía compartidas; deben reforzar su defensa de la democracia, el desarrollo sostenible, la expansión de los vínculos comerciales y la coordinación de respuesta ante una pandemia. Estos son los pilares que garantizarán no solo la paz, sino también la prosperidad para el continente americano, en un siglo que, de manera similar a los anteriores, estará marcado por el riesgo y la oportunidad creados por la competencia entre las grandes potencias del mundo.